De cómo el poder político no garantiza el amor eterno

Posted by Unknown on 11:26 0 comentarios




foto: archivo




Sebastián Lerdo de Tejada acompañó al presidente Juárez en los días más difíciles de la lucha contra el imperio de Maximiliano de Habsburgo y la invasión  francesa. En el difícil viaje hacia el norte, el hábil político se encontró con una muchachita jovencísima: Manuela Revilla Zubía. Su padre, don Bernardo, había sido dos veces gobernador de Chihuahua, de militancia liberal. Era natural que él y sus hijas formaran parte del círculo que acompañó la estancia de los republicanos en la ciudad de Chihuahua de octubre de 1864 a septiembre de 1865.


Esos once meses bastaron para que el adusto don Sebastián Lerdo se prendara de Manuela, que tenía poco más de 14 años. Era frecuente, en el México del siglo XIX, que se dieran notables diferencias de edad en una pareja. Lo cierto es que Lerdo ya pasaba de los 40 años y la jovencita Revilla le robó el corazón.


Nada sabríamos de este episodio privadísimo de la biografía de Sebastián Lerdo, si no fuese porque a principios de la década de los 70 del siglo pasado, el historiador chihuahuense José Fuentes Mares dio con una parte del epistolario que da cuenta de este enamoramiento. Se trata de las cartas escritas por don Sebastián a Antonia, la hermana de Manuela.


En 1866, en ocasión del último paso de los juaristas por Chihuahua, don Sebastián se atrevió a requerir de amores a la ya quinceañera Manuela. Pero la joven amaba a un sastre llamado Adolfo Pinta. Lerdo insistió. Incluso, acudió al padre de la joven. Pero don Bernardo Revilla dejó a juicio de su hija la elección de su futuro marido. Juárez y sus colaboradores siguieron su camino hacia la ciudad de México. Lerdo se fue, pero no perdió la esperanza: le hizo “un encargo” a Antonia Revilla: que intercediera ante su hermana por él.


La correspondencia que don Sebastián dirigió a su potencial cuñada fue copiosa, siempre con la esperanza de que “su encargo” se cumpliría. Pero Manuela nunca cedió a las pretensiones de su enamorado. Poco a poco, las cartas de Lerdo se volvieron más breves, hasta que, en vísperas de la boda de Antonia, se despidió para no volver a comunicarse.


A don Sebastián lo ganó la política. Nunca se casó. Sus adversarios, destruyeron cualquier imagen positiva que de su presidencia –sucedió a Juárez- pudiera quedar. Derrotado al enfrentarse a un joven Porfirio Díaz, murió en el exilio, completamente solo.


CONCHA MIRAMÓN, TODA INTENSIDAD Y PASIÓN. “Cuando tenga la banda de general, me casaré con usted”, le ripostó groseramente la jovencita Concepción Lombardo a un joven capitán, llamado Miguel Miramón, que se atrevió a cortejarla. No pasó mucho tiempo antes de que Miramón volviera a tocar la puerta de las hermanas Lombardo, para mostrar su banda de general, y exigir su premio.


Concha empezó a mirar con mejores ojos al pretendiente, que la llenaba de cartas, metido como estaba en los fragores del enfrentamiento liberal-conservador. Se deshizo de un novio inglés que tenía y entregó su corazón a Miramón, convertido en uno de los jóvenes caudillos del conservadurismo. Él regresó del campo de batalla, en plena guerra de Reforma, a casarse con Concha.


El matrimonio de Miguel y Concha Miramón fue apasionado y tormentoso: Ella jamás se resignó a que su rival fuese la política y recriminaba a su marido por vivir siempre en la incertidumbre. Era celosísima y enfurecía con las mil historias, no del todo infundadas, sobre las infidelidades de su marido. Le gustaba la notoriedad, y disfrutó el breve periodo en que Miramón ocupó la presidencia conservadora de la República. Pero también compartió con él la derrota y el exilio tras la guerra de Reforma. Regresaron cuando Maximiliano instauró el imperio, solamente para volver a Europa, pues Maximiliano desconfiaba de Miramón y prefirió tenerlo lejos.


A la hora del desastre, Miramón permaneció en Querétaro, leal al emperador, y junto a él recibió la muerte, mientras Concha iba y venía, de Querétaro a San Luis Potosí, en busca del indulto para su marido. Después de sepultarlo en el panteón de San Fernando, partió para el exilio. Jamás perdonó a los conservadores que hubieran dejado morir a su Miguel.


PEPITA PEÑA: EL GRAN AMOR DE AQUILES BAZAINE. Contaron, quienes lo vieron, que el mariscal Aquiles Bazaine, comandante en jefe de las tropas francesas que invadieron México, se portaba como un cadete cualquiera, encantado con Josefa Peña y Azcárate. La conoció a poco de haber llegado a México. Bazaine, viudo y cincuentón, vio a Pepita, de 17 años, en el primer baile organizado desde la llegada de Maximiliano. El escenario: la casa de Bazaine, palacio de los condes de Buenavista y hoy Museo Nacional de San Carlos.


El mariscal se enamoró a primera vista. Hizo averiguaciones: supo que Pepita vivía con su madre y su tía y que pertenecía a una familia más bien liberal. Inició un intenso cortejo que culminó en boda, apadrinada por los emperadores. Carlota dio a Pepita un aderezo de diamantes y Maximiliano dio en propiedad a Bazaine el palacio en que ya vivía, con un agregado: si algún día el mariscal ya no deseara la propiedad, podría devolverla y recibir a cambio 100 mil pesos de oro.


Todo pareció cuento de hadas, hasta que el imperio cayó. Cuando las tropas francesas abandonaron México, Pepita siguió a su marido, quien fue recibido en Francia como un héroe, y en tal posición permanecieron hasta la guerra francoprusiana de 1870-1871, cuando se culpó a Bazaine de la derrota gala y se le enjuició por traición. Se le condenó a muerte, pero la sentencia se conmutó por prisión perpetua en la cárcel de Santa Margarita.


De allí se fugó Bazaine, ayudado por Pepita. Ella contrató un velero, conspiró e hizo que su marido se descolgara de una torre, en medio de la noche, para subir al barco en el que ella lo esperaba y escapar al exilio en España.


Siguieron tiempos de miseria. Pepita regresó a México, mientras el mariscal se quedaba en España. ¿Qué buscaba al volver? ¿Los pocos pesos de la herencia de su tía?, ¿los cien mil pesos del palacio de Buenavista? Lo cierto es que Pepita no regresó al lado de Bazaine, pero no por ello dejó de amarlo. Él murió en España, en 1888, y ella en la ciudad de México, en 1900. Su tumba aún conserva su título: la mariscala Bazaine.






De cómo el poder político no garantiza el amor eterno

Leave a Reply